viernes, 12 de agosto de 2011

PERESTROIKA (8º)

3 (O)




La soledad comenzó a minar mis cimientos psicológicos al cabo de unas pocas semanas de estar en órbita a pesar de que había sido entrenado para soportarla y tenía el tiempo ocupado en no pocas actividades y experimentos. Al principio pensaba en mi familia, aquellos a los que había repudiado y que ahora tanto añoraba. Mi abuelo, con el que tanto aprendí siendo un mocoso, llenaba muchas horas en mis recuerdos. Había llegado a Cuba en un barco de guerra, dispuesto a morir. Sólo él sabe qué fantasmas le empujaron hasta allí desde su isla natal en el Mediterráneo –Ibiza- pero allí se acostumbró a los huracanes y se enamoró de las mejores playas del mundo y de mi abuela, una negra quince años más joven que él. Fruto de aquel matrimonio, nació mi padre.

Mi padre es la persona que más me ha marcado. Es maestro de escuela y, si no ha cambiado mucho desde la última vez que nos vimos hace ya unos años, enseña francés con mano dura. Los niños del colegio se burlaban de mí porque mi padre les parecía un tipo bastante cómico y eso hacía que me avergonzara de él.

También me acordaba de mi madre. ¿Quién sabe si mirando al cielo, cerca de la Luna había visto un destello producido por mi nave y la había confundido con una estrella? Y de mis hermanas. La mayor, que perdió el juicio con la santería y el vudú. Y la mediana, la más lista, que emigró a los Estados Unidos y trabajaba en una oficina en la sede de la ONU en Nueva York.

La sensación de soledad creció. Era una soledad absoluta. En la Tierra, uno puede estar solo aunque esté rodeado de una multitud. Y eso es triste. Pero al menos hay gente, aunque sea una masa detestable de gente. En aquella nave, flotando a cien kilómetros sobre la corteza terrestre, la soledad era una sensación asfixiante e irracional.

Comencé a pensar en Natalia a todas horas. Llegué a imaginar que compartía el módulo con ella, que hacíamos juntos nuestros trabajos, que comíamos juntos. A la hora de comer nos reuníamos, calentábamos o hidratábamos los alimentos y compartíamos comida, risas e historias. Otras veces sacaba su genio y se volvía indomable. Me miraba con su mueca de desprecio y decía una frase que siempre le había visto repetir durante nuestro aprendizaje cuando estaba fastidiada –¡Qué castigo!-. Por supuesto que tuve la fantasía de hacer el amor con ella. Muchas veces, nuestros cuerpos se acoplaron llevados de un deseo animal.

(continuará...)





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