miércoles, 17 de diciembre de 2014

EXCUSA PARA UTILIZAR EL NEOLOGISMO PRECUELA

  Zacarías Mediavilla y su hija de once años se subieron a un carro de combate.

  Si bien no sabemos qué es lo que les conduce a ello o por qué lo hacen, sí tenemos la certeza de que van solos, sin compañía de animal o cosa alguna. Suponemos que alguien anónimo maneja el ingenio. La carrocería del monstruo acumula costras de materia terrosa sobre las que hay barro reciente.

  La máquina bélica enseguida adquirió una considerable velocidad en el terreno desigual del páramo e iba dando bandazos por lo que los nuevos pasajeros, es decir, Zacarías y su hija, tenían serias dificultades para asirse con suficientes garantías a las correas de seguridad, unas agarraderas de cuero que a tal efecto había junto a sus asientos.

  El carro de combate carece de una cámara interior cerrada para los operarios, por el contrario, es abierto o, digamos, descapotado, debido al gran calibre del cañón.

  Por increíble que parezca, la niña se esfumó. En su lugar, un perrillo canijo de raza indeterminada que había aparecido de la nada se cayó del tanque. El animal no sufrió daños porque se escurrió justo por el espacio intermedio de las cadenas.

  Si queremos seguir una lógica, es de suponer que la niña se había metamorfoseado en perro.

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  Lo que sigue es la precuela de este suceso que, aunque aparentemente no aclara nada del mismo, asimismo abunda en dramáticos incidentes que rayan en el sinsentido. El preliminar episodio acaece en los primeros días del otoño del año de la crisis del ladrillo. Todo comienza en una calle estándar, en un núcleo urbano del que no nos importan mucho sus datos demográficos. Los edificios de cuatro plantas a los lados responden al modelo aséptico de ciudad europea.

  Zacarías caminaba acariciando el saxofón de la policía que llevaba colgado al hombro. No sabía tocarlo pero le sacaba sonidos y, en sus ratos libres, se entregaba concienzudamente en un ruidismo abstracto.

  Conocemos el dato que conecta policía y saxofón por el troquelado en el instrumento, que lo identifica (igual que un coche patrulla).

  De repente una banda de sudamericanos, ninguno superaría los veinte años, le rodeó. Pensó en huir pero era imposible. Entonces, con su verborrea más elocuente trató de convencerles. Incluso llegando a las manos, a pesar de la superioridad numérica de los pandilleros, intentó evitar lo que ellos querían: el saxofón y nada más. Finalmente consiguieron arrebatárselo. Tras contemplar cómo se alejaban con el instrumento, sin darse por vencido, les siguió los pasos.

   No sabemos cómo encaja el episodio de la tasca. Hemos de dar por sentado que hay momentos de la historia que desconocemos. Pero al menos sabemos con toda seguridad el orden de los acontecimientos, por inconexos que parezcan. El local, todo de madera, congrega a clientes habituales de edad avanzada. A todos, ex militares y ex presos, les une un pasado de enclaustramiento (acuartelados o enjaulados en una celda, lo mismo da).

  Los clientes que no pululaban por la barra o estaban sentados en las mesas practicaban un extraño deporte. Se subían a lo alto de una rampa y, con unos artes similares a pequeños esquíes, se lanzaban rampa abajo. Al final de la rampa simulaban algo parecido a un salto de esquí sólo que sus vuelos no superaban más de un metro de longitud. Mientras que algunos de los participantes solventaban el salto con algo de elegancia, otros se escurrían al final de manera un tanto cómica sin conseguir volar nada.

  Suponemos que Zacarías tuvo éxito en sus pesquisas en la tasca porque el relato de los hechos se reanuda con el agraviado llegando a la guarida de los ñetas. Allí, Zacarías descubre la traición de sus propios amigos de la infancia, camuflados entre el resto de delincuentes de la banda. Seguidamente, las cosas se van a poner muy feas.

  Tras unos golpes, aparecieron los cuchillos hiriendo el aire. Unos (“los indios”) y otro se jugaban la vida. Zacarías, a pesar de su soledad, estaba dispuesto a todo para limpiar la afrenta del saxofón.

  Llegados a este punto, Zacarías se acuerda (¿o se da cuenta?) de que, además del saxofón, le han sustraído las llaves del coche (con la libreta de ahorros dentro). Aunque el auto está aparcado lejos porque no había sitio, él sabe que finalmente tendrán que encontrarlo. A pesar de todo, por el momento, eso no es lo peor.

  Presionado, Zacarías se vio obligado a huir, esta vez sí, a la carrera y, con los otros (dos o tres) tras sus pasos, llegó a una casa destartalada, casi una chabola. Allí, los pandilleros, que venían a asesinarle, le acorralaron en un patio.

  El patio, recuperado a los escombros, sirve para sacudir alfombras, además de tendedero y corral de gallinas (por los restos de mierda).

  Los malhechores consiguieron agarrar a Zacarías y acto seguido, mediante una presa, uno de ellos lo inmovilizó contra una barra que servía para tender alfombras.
 
  Zacarías está doblado contra la barra, dando la espalda a los delincuentes en una posición un tanto indigna (vulgarmente, con el culo en pompa).

  En ese momento dos mujeres árabes, muy tapadas y con velo, acudieron a ayudar al vencido Zacarías de manera providencial. Con una contundente barra metálica, una de las mujeres golpeó al que sujetaba. Luego Zacarías se zafó de la llave y, sin saber ni cómo, “hizo” que el que previamente le había sujetado entrase en una combustión espontánea (algo pirotécnico, como una gran cerilla). En unos instantes el individuo se había consumido hasta quedar reducido a una especie de caparazón de erizo. Ni que decir tiene que, a la vista del prodigio, los otros dos tipos salieron de allí despavoridos.


  Zacarías demuestra una gran inconsciencia ante el miedo. Recupera las llaves del coche (no sabemos exactamente cómo o dónde las encuentra) y, consecuentemente, la cartilla. Pero el saxofón, al final, sigue en manos de los ñetas, que se salen con la suya. 

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