sábado, 17 de marzo de 2012

ESPASMOS CADAVÉRICOS.

  La casa es antigua y grande.
  Una habitación para el descanso.
  El diseño del mobiliario es funcional.
  Las literas se han convertido en gradas, sin perder su tamaño.
  Hay una pelota.
  Nos la pasamos con el pie.
  Jugamos.
  La pelota cae por una ligera pendiente.
  Vamos detrás.

  Entramos en otra sala donde yace el cadáver de una adolescente.
  Doce, trece, como mucho catorce años.
  Rodeamos el ataúd.
  Respiro sin llenar mis pulmones de aire.
  La masa de la niña es omnipresente.
  Pues a la certeza de la muerte se suma el misterio de la juventud.
  La prontitud en el encuentro con lo inexorable.
  Sus peinados cabellos están muertos.
  No hay signos de febril organización en su piel.
  Candor y primor necrosados.
  Inerte objeto humano.
  De repente un espasmo.
  Y otros espasmos.
  Eso me hace pensar que no está muerta.
  Que puedo devolverle la vida.
  Con mi voluntad.
  Yo mismo tengo espasmos.
  Pero mis espasmos significan órdenes.
  Invocaciones para despertar del fatídico estado.
  ¡Levántate y anda! más o menos.
  Pero eso no ocurre.
  Entonces comprendo que no soy un dios.
  Ni el Dios con mayúsculas.
  Ni el hijo de Dios.
  No el Redentor.
  Sólo soy un hombre.
  Un hombre que espera tranquilo.
  O no tanto.

            

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