El niño y yo, que hacía de canguro, habíamos pasado un buen día
juntos. El zoo, el parque de atracciones… Un plan más que suficiente. Sin duda.
Ella, al principio, llegó en plan amable. No parecía
la arpía de lo que vino después.
Con el niño siempre a la vista, yo me puse a
volar. Tenía el parque infantil a la vista al tiempo que gozaba de las
sensaciones azarosas y lúdicas de un vuelo improvisado. De repente, ella se
convirtió en fuego. Desde las alturas, la veía arder. Su fuego (las fuerzas
electromagnéticas derivadas del aumento de temperatura) provocaba tales interferencias
que yo me veía limitado para consumar mis poderes (me costaba coger altura).
Un chófer, había llevado al niño a un coche
negro y elegante. Lo había hecho con buenas maneras. Pero yo debía custodiar de
él y el coche se alejaba y lo estaba perdiendo (¿hasta cuándo?). La mujer-fuego
me impedía ir a buscarlo con sus maniobras de distracción.
Fue en ese momento, lo recordará toda la
ciudad, cuando emití el grito (en falsete, aunque lo hacía con todas mis
fuerzas, incluso con rabia). De esa manera conseguí romper el encantamiento de la
bruja, no otra cosa que la materia de la que se compone la barrera que hay
entre el sueño y la vigilia: FUEEE-GOOOO, FUEEE-GOOOO.