Zacarías Mediavilla y
su hija de once años se subieron a un carro de combate.
Si bien no sabemos
qué es lo que les conduce a ello o por qué lo hacen, sí tenemos la certeza de que
van solos, sin compañía de animal o cosa alguna. Suponemos que alguien anónimo maneja
el ingenio. La carrocería del monstruo acumula costras de materia terrosa sobre
las que hay barro reciente.
La máquina bélica
enseguida adquirió una considerable velocidad en el terreno desigual del páramo
e iba dando bandazos por lo que los nuevos pasajeros, es decir, Zacarías y su
hija, tenían serias dificultades para asirse con suficientes garantías a las correas
de seguridad, unas agarraderas de cuero que a tal efecto había junto a sus
asientos.
El carro de combate
carece de una cámara interior cerrada para los operarios, por el contrario, es abierto
o, digamos, descapotado, debido al gran calibre del cañón.
Por increíble que
parezca, la niña se esfumó. En su lugar, un perrillo canijo de raza
indeterminada que había aparecido de la nada se cayó del tanque. El animal no
sufrió daños porque se escurrió justo por el espacio intermedio de las cadenas.
Si queremos seguir
una lógica, es de suponer que la niña se había metamorfoseado en perro.
xxx
Lo que sigue es la
precuela de este suceso que, aunque aparentemente no aclara nada del mismo,
asimismo abunda en dramáticos incidentes que rayan en el sinsentido. El
preliminar episodio acaece en los primeros días del otoño del año de la crisis
del ladrillo. Todo comienza en una calle estándar, en un núcleo urbano del que
no nos importan mucho sus datos demográficos. Los edificios de cuatro plantas a
los lados responden al modelo aséptico de ciudad europea.
Zacarías caminaba
acariciando el saxofón de la policía que llevaba colgado al hombro. No sabía
tocarlo pero le sacaba sonidos y, en sus ratos libres, se entregaba
concienzudamente en un ruidismo abstracto.
Conocemos el dato que
conecta policía y saxofón por el troquelado en el instrumento, que lo
identifica (igual que un coche patrulla).
De repente una banda
de sudamericanos, ninguno superaría los veinte años, le rodeó. Pensó en huir pero
era imposible. Entonces, con su verborrea más elocuente trató de convencerles. Incluso
llegando a las manos, a pesar de la superioridad numérica de los pandilleros,
intentó evitar lo que ellos querían: el saxofón y nada más. Finalmente consiguieron
arrebatárselo. Tras contemplar cómo se alejaban con el instrumento, sin darse por
vencido, les siguió los pasos.
No
sabemos cómo encaja el episodio de la tasca. Hemos de dar por sentado que hay
momentos de la historia que desconocemos. Pero al menos sabemos con toda
seguridad el orden de los acontecimientos, por inconexos que parezcan. El
local, todo de madera, congrega a clientes habituales de edad avanzada. A todos,
ex militares y ex presos, les une un pasado de enclaustramiento (acuartelados o
enjaulados en una celda, lo mismo da).
Los clientes que no pululaban
por la barra o estaban sentados en las mesas practicaban un extraño deporte. Se
subían a lo alto de una rampa y, con unos artes similares a pequeños esquíes,
se lanzaban rampa abajo. Al final de la rampa simulaban algo parecido a un
salto de esquí sólo que sus vuelos no superaban más de un metro de longitud. Mientras
que algunos de los participantes solventaban el salto con algo de elegancia,
otros se escurrían al final de manera un tanto cómica sin conseguir volar nada.
Suponemos que
Zacarías tuvo éxito en sus pesquisas en la tasca porque el relato de los hechos
se reanuda con el agraviado llegando a la guarida de los ñetas. Allí, Zacarías
descubre la traición de sus propios amigos de la infancia, camuflados entre el
resto de delincuentes de la banda. Seguidamente, las cosas se van a poner muy
feas.
Tras unos golpes,
aparecieron los cuchillos hiriendo el aire. Unos (“los indios”) y otro se
jugaban la vida. Zacarías, a pesar de su soledad, estaba dispuesto a todo para
limpiar la afrenta del saxofón.
Llegados a este
punto, Zacarías se acuerda (¿o se da cuenta?) de que, además del saxofón, le han
sustraído las llaves del coche (con la libreta de ahorros dentro). Aunque el
auto está aparcado lejos porque no había sitio, él sabe que finalmente tendrán
que encontrarlo. A pesar de todo, por el momento, eso no es lo peor.
Presionado, Zacarías
se vio obligado a huir, esta vez sí, a la carrera y, con los otros (dos o tres)
tras sus pasos, llegó a una casa destartalada, casi una chabola. Allí, los
pandilleros, que venían a asesinarle, le acorralaron en un patio.
El patio,
recuperado a los escombros, sirve para sacudir alfombras, además de tendedero y
corral de gallinas (por los restos de mierda).
Los malhechores
consiguieron agarrar a Zacarías y acto seguido, mediante una presa, uno de
ellos lo inmovilizó contra una barra que servía para tender alfombras.
Zacarías está
doblado contra la barra, dando la espalda a los delincuentes en una posición un
tanto indigna (vulgarmente, con el culo en pompa).
En ese momento dos
mujeres árabes, muy tapadas y con velo, acudieron a ayudar al vencido Zacarías
de manera providencial. Con una contundente barra metálica, una de las mujeres golpeó
al que sujetaba. Luego Zacarías se zafó de la llave y, sin saber ni cómo, “hizo”
que el que previamente le había sujetado entrase en una combustión espontánea
(algo pirotécnico, como una gran cerilla). En unos instantes el individuo se
había consumido hasta quedar reducido a una especie de caparazón de erizo. Ni
que decir tiene que, a la vista del prodigio, los otros dos tipos salieron de
allí despavoridos.
Zacarías demuestra
una gran inconsciencia ante el miedo. Recupera las llaves del coche (no sabemos
exactamente cómo o dónde las encuentra) y, consecuentemente, la cartilla. Pero
el saxofón, al final, sigue en manos de los ñetas, que se salen con la suya.
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