Me fui de Tokyo con la sensación de no haber
visto la ciudad. Me limité a pasear por sus calles empinadas (¿?) sin comprar nada;
sólo miré los escaparates de los colmados y desde la puerta fisgoneé en el
interior.
El ascensorista y botones del hotel, me contó
su vida de español por el mundo en
Japón en el breve rato en que subíamos en ascensor una o dos plantas del
rascacielos. Me acompañó hasta el interior de una pequeña habitación y como no
le di propina (amarga experiencia) sustituyó, sin que me diera cuenta, la
almohada por otra rajada.
Ya de vuelta hice escala en Marrakesh. Mi
principal equipaje entonces era mi familia ascendiente (una parte al menos): un
hermano, que se había ido por ahí, por su cuenta, y que no aparecía por ninguna
parte; y mi madre, que estaba preocupada por él, que si no comía bien (una
barra de pan y ya está), y cosas por el estilo, y yo le contestaba que eso por
lo menos era más sano que el tabaco y la bebida.
Y lo único que puedo destacar de Marrakesh es
el extenso páramo, llano como La Mancha, y sobre todo, el aeropuerto (edificios
que, en general, ya son una maravilla en sí misma y una razón para viajar), con
la particularidad de que las imponentes aeronaves se fundían con el hotel,
atracadas como barcos a los pasillos exteriores del complejo turístico. El avión
a la puerta de la habitación literalmente: el ala del lado del pasillo exterior
desaparecida (¿?).
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